Nos fuimos de "chongo"
- Narcisa Sinche
- 6 jun 2020
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 16 jun 2020
¿Cómo son los prostíbulos por dentro? Durante una visita, sin cita previa, conocí las precarias condiciones en las que "trabajan" varias mujeres de distintos estratos sociales de la ciudad de Quito. Un negocio que, aunque consensuado, no deja de hacerse desde relaciones de poder desiguales, que promueven explotación y riesgos extremos.

Usualmente esta frase es una proclama masculina. Quien la pronuncia revela hombría y la suficiente carga de testosterona característica de un macho alfa. Un fin de semana cualquiera nos aventuramos a romper con el orden establecido y dos mujeres permanecimos por dos horas en un chongo de la capital ecuatoriana. Conoce los detalles de esta visita reveladora.
¿Cómo y por qué llegamos?
En el lenguaje coloquial ecuatoriano, se les dice “chongos” a los prostíbulos. El término suele estar presente en los comentarios que se hacen hombres y mujeres: “vamos para que te hagas hombre en el chongo”, “el marido de mi amiga es chongero”, etc. Entonces, como les decía, nos fuimos al chongo. A mí no me costó decidirlo porque se suponía que solo acompañaríamos a un amigo cantante a rendirle tributo a Juan Gabriel y luego nos instalaríamos en el bar de siempre. Pero no imaginé que entrar al chongo podría generar tantas preguntas y dilemas internos que se resistían a escapar de las falsas dicotomías entre lo bueno y lo malo.
Entramos a un prostíbulo de clase media ubicado en el extremo norte de Quito. La primera imagen de la escena: hombres de todas las edades y condiciones sociales, sentados o caminando como en las ferias libres; unos sobrios y otros totalmente desorbitados por el alcohol. Unos con la mirada fija en la pantalla que proyectaba videos porno y otros saliendo de cuartos pequeños desde donde una mujer los despide con una sonrisa y trajes diminutos. En los pasillos un hombre controla afanosamente el tiempo a través de una ficha. Cada que se cumplen 15 minutos toca a la puerta de las habitaciones. Es la señal que advierte que si quieres un cuarto de hora más de sexo debes pagar 13 dólares más en caja.
Nuestro amigo cantó durante una hora y media, mientras nosotras lo observábamos de reojo desde una esquina fúnebre rodeada de hombres sedientos de sexo. Enseguida atrapa mi atención una chica de unos 30 años que se seca las lágrimas frente a uno de sus acompañantes que la consuela y le da de beber cerveza. ¿Por qué llora?. Nunca lo supe de la propia fuente, porque ella continúo trabajando mientras yo me alejaba del lugar con una especie de nudo en la garganta.
Sí, se trata de un trabajo sexual que está sujeto a la precariedad, los estereotipos y la explotación laboral. Para ingresar a este prostíbulo es necesario que las mujeres se ajusten al prototipo occidental de belleza: no tener más de 35 años, ser delgadas, blancas, bonitas, y adicionalmente deben probar con un certificado médico que no poseen ninguna enfermedad venérea.
Por dentro
La característica física del lugar que conocí rebasa el orden de lo básico. Habitaciones tipo “cajas de fósforo”, con camas de cemento, cubiertas con tablas y delgados colchones, donde seguramente las mujeres no están obligadas a alcanzar orgasmos reales. Todo el espacio físico está rodeado de una luz tenue que de vez en cuando le cede protagonismo a las luces estroboscópicas que salen del escenario.Echando un breve vistazo por las inmediaciones encontré un pequeño baño pestilente donde el espejo lucía roto al igual que la tapa del inodoro, pero lo peor era que sobre el lavabo se desvanecía un jabón de color verde, del que seguramente en unas horas, ya no habrá ni un rastro. Es decir, no hay un solo espacio en este lugar que garantice suficientes condiciones higiénico-sanitarias y de bioseguridad para las mujeres y sus clientes.

También existe la figura del explotador laboral: un hombre que administra el lugar y el dinero de las vaginas productivas. Alguien que frecuentemente “renueva personal” para evitar pagar las prestaciones del seguro social. Alguien que supuestamente dice quedarse con tres de los 13 dólares que cuesta la tarifa sexual. Alguien que multa a sus trabajadoras si no mantienen limpias y ordenadas las “cajas de fósforo”.
“La más feita se hace en la noche 100 dólares; mientras que la mejor puesta unos 300 o 400 dólares”, así se expresa de sus mercancías de trabajo el administrador del lugar, quien además controla otros chongos en Ambato, Latacunga y varias ciudades del país en sociedad con un afamado cantante de música rocolera. Dice que la crisis económica ha afectado el negocio en un 40% pero que, pese a ello, los clientes no escasean. Hasta allí llegan diariamente hombres de diferentes estratos sociales, e inclusive manos derechas de ministros, quienes seguramente preferirán decir “vamos al night club” y no al chongo o al burdel[1], en un intento de aristocratizar las vaginas productivas.
Pero como quiera que lo digan, es importante entender que estos lugares son “una especie de hogar de mujeres que cuestionan y negocian con el poder patriarcal[2]desde una perspectiva mercantilista” (Andrade, 2007:40). Me parece acertada esta definición para entender que el trabajo sexual, más allá de lo que digan las feministas radicales y “pro-sexo”, exige el involucramiento voluntario de las mujeres, quienes por situaciones de desempleo, pobreza, marginalización, violencia, discriminación o placer sexual ven en la prostitución la única salida posible.
Si bien esta actividad es elegida libremente por las mujeres, las condiciones de desigualdad y explotación laboral no, porque éstas son impuestas por un sistema capitalista-patriarcal para ejercer control sobre el cuerpo de las mujeres. En ese sentido, “el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los trabajadores asalariados varones: el principal terreno de su explotación y resistencia”(Federici, 2016: 29).
Cuestionamientos sin prejuicios
Estas reflexiones son hilvanadas desde mi primera experiencia en un chongo y desde mi condición de mujer y feminista de clase media, que he vivido en un sistema matriarcal y patriarcal opresor. No es mi deseo hacer un escrito académico para polemizar con las diversas corrientes feministas. Simplemente quiero dar mi punto de vista periodístico sobre un hecho social del que el Estado ecuatoriano no ha dado suficiente cuenta; y que desafortunadamente no consta en las agendas de los movimientos de mujeres en Ecuador.
Comentarios moralistas y lastimeros sobre el tema he escuchado hasta la saciedad, me gustaría saber qué políticas públicas se han implementado en el país para dignificar el trabajo sexual estructurado (o sea la actividad en las zonas de tolerancia) y el trabajo sexual informal ( en las calles de forma clandestina). O será que, ¿para el Estado solo importa que las trabajadoras sexuales no contaminen con bacterias a los consumidores de sexo?; será que, ¿las políticas públicas solo se preocupan de la parte epidemiológica y no de la vida integral de estas mujeres?. Me temo que sí. Y esa cruda realidad solo hace evidente una verdad: que el Estado patriarcal es “el peor proxeneta”[3]de las trabajadoras sexuales porque las vulnera en lugar de dignificar sus condiciones de vida; y, además es el mayor cómplice del sistema de dominación masculina donde la explotación de las mujeres ha tenido una función central en el proceso de acumulación capitalista.
Por otro lado, ¿qué tienen que decir los movimientos de mujeres y colectivos feministas frente a este conjunto de omisiones que lastimosamente han coadyuvado a crear?
Interpelar respuestas debería considerarse un ejercicio democrático necesario para conocer cuál es el nivel de debate de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en Ecuador; para indagar el nivel de estigmatización que han alcanzado las miles de “Rosauras”[4]que buscan emanciparse sexual, política o económicamente dentro de un país que ejerce violencia estructural sobre los seres que se salen del papel civilizatorio de la moral.
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[1] Burdel proviene del latín burdus o “bastardo”.
[2] Gerda Lerner (1986) lo ha definido como “la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños/as de la familia y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres en la sociedad en general”.
[3] Comentario de Karina Núñez, activista uruguaya y trabajadora sexual.
[4] Rosaura, es el personaje protagonista de la primera novela ecuatoriana “La Enmancipada” del escritor lojano Miguel Riofrío, cuya existencia se desarrolla en un burdel. “La Emancipada es el testimonio de una transgresión temprana del paradigma patriarcal dominante y es el espacio donde emerge por vez primera una mujer activa y valiente como sujeto narrativo” (Andrade, 2007).
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